martes, 2 de julio de 2013

La Piedra de los dos compadres


FILO Y SANGRE 
SOBRE UNA PIEDRA SINGULAR

M.Sc. Miguel A. Gaínza Chacón

Santiago de Cuba.- La mar, así en femenino como le dicen los viejos pescadores, no es igual en todos los lugares. En la bahía de esta ciudad sur oriental de Cuba, tiene un influjo inexplicable en quienes la amamos por su resplandor de poesía en los crepúsculos, con la Sierra Maestra como respaldo y las mil y una leyendas tejidas en sus orillas.
Hay infinidad de historias reales, y también fábulas,  en casi cada palmo de los ocho kilómetros lineales de la rada de bolsa santiaguera. Pero una siempre ocupó mi pensamiento: la Piedra de los dos compadres.
No hubo ocasión al cruzar por allí, en que no imaginara a dos hombres lacerándose con filosos y relucientes machetes; también pensaba en que Compay Segundo y Lorenzo Hierrezuelo, o este último con su hermano Reynaldo, en sus correrías por Santiago de Cuba, alguna vez  cantaron y tocaron sus guitarras sobre la Piedra y por eso le llamaban el dúo Los Compadres.
Tuve el privilegio no solo de ver lugar tan pintoresco sino de llegar hasta este, amarrar el bote en el saliente, caminar sobre su superficie y pescar desde allí. Aún admiro trabajo tan curioso de la naturaleza: En medio de las aguas, alejado quizás 70 u 80 metros de la costa, emergía de las aguas de la bahía, aquel accidente peculiar de forma casi circular de diente de perro, de unos tres o cuatro metros de diámetro, con una especie de poste en el centro, afinado en su base y más ancho arriba, por lo que el sitio me recordaba una copa flotando en el mar.
Pero de flotar nada. Aquello salía del fondo y adquiría esa forma inconfundible en la superficie marina, casi frente a un lugar en la costa, denominado la Chivera.
Relativamente cerca estaba el “puente de la mina”. Sobre  bloques enormes de concreto puro, emplazados unos en tierra y otros en el mar, pasaban los rieles por donde se desplazaba el tren con mineral ferroso, traído desde la zona de las minas de Juraguá, a decenas de kilómetros de distancia, en el este de la ciudad.
Debió ser una imagen portentosa, ver correr el convoy ferroviario bien alto sobre la mar, para luego detenerse y volcar el mineral por unas canales, hasta las embarcaciones que lo llevarían al extranjero.
Aún por el reparto de Altamira, en el sur de la ciudad, y en el barrio Van Van, quedan vestigios de los muros y de los hierros de la vía ferroviaria. Y hasta no hace tantos años, los magníficos pilares se conservaban dentro del mar y servían de trampolín a intrépidos bañistas.   
La única vez en mi vida que he visto en su entorno natural a una manta raya fue desde la Piedra de los dos compadres. Nadaba lenta y majestuosamente, casi pegada al fondo, como planean algunos aviones; escarbaba en el lecho con la parte delantera de la cabeza, y levantaba nubecitas de arena que enseguida volvía a reposar.
¿Que cómo emergió la piedra tan distante de la orilla? Quizás lo propició alguno de los habituales y pavorosos movimientos telúricos frecuentes en Santiago de Cuba. Y la leyenda, quizás la más antigua de la bahía, situó en la roca a dos compadres unidos por una sólida amistad y luego atormentados por la traición.  
Ocurrió –dicen—que uno de ellos entró en amoríos con la mujer del otro y la afrenta debía ser lavada. El duelo sería a muerte. Entonces, para el encuentro, ningún sitio mejor que el peñasco en medio del mar. El final: los dos se embistieron con saña y los machetes cortaron el aire y la vida de ambos.
También la leyenda asegura, que desde aquel momento el lugar era mirado con temor por los lancheros, quienes al cruzar por allí apresuraban la marcha de sus embarcaciones.
Por el contrario, nosotros lo que hacíamos era acercarnos a la Piedra y en muchas ocasiones desembarcábamos en esta, le encaramábamos la proa del “Pichi”, nuestro bote de 21 pies de largo, y descansábamos en la plataforma pétrea.
No faltó oportunidad, en que el supuesto escenario del duelo mortal nos sirvió para montar la diminuta cocina de quemador y keroseno, que siempre llevábamos al mar, y en minutos disfrutábamos de un soberbio té de jaiba (especie de cangrejo) capaz de resucitar hasta a los mismísimos compadres muertos.    
Pasaron los años y volví al sitio. El poste finalmente había cedido ante la erosión constante de las olas o ante la mano depredadora del hombre. Estaba tumbado sobre “el plato”.
Al tiempo regresé. Ya el mástil no estaba sobre el plato, pero se divisaba perfectamente en el fondo del mar, al lado de lo que aún quedaba emergido. Luego todo desapareció de la vista. A lo mejor fueron las corrientes marinas o el resultado de alguna faena de dragado…  Quizás descansen copa y plato en el fondo del mar, pero lo cierto es que se perdió un emblema de la bahía de Santiago de Cuba, aunque perdura la leyenda.  

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