SANGRE Y LEYENDA
SOBRE UNA PIEDRA
M.Sc. Miguel A. Gaínza Chacón
La mar
--así en femenino como le dicen los viejos pescadores-- aunque parezca igual en
todos los lugares no lo es. Hay sitios en ella que la distinguen. La bahía de
esta ciudad sur oriental de Cuba tiene un influjo especial en quienes la amamos
por su resplandor de poesía en los crepúsculos, bajo la mirada de la Sierra
Maestra… y por sus leyendas.
A poco de haber salido el Sol este domingo y como parte del
tradicional Carnaval Acuático, embarcaciones engalanadas surcaron los ocho
kilómetros de la rada, rumbo a Punta Gorda, e irremediablemente pasaron cerca
de donde nació el mito de la Piedra de los dos compadres.
Tuve el privilegio de ver el lugar, caminar sobre la superficie
pedregosa y pescar desde allí. Aún admiro el trabajo tan curioso de la
naturaleza: En medio de las aguas, alejado quizás 70 u 80 metros de la costa,
emergía aquel accidente peculiar de diente
de perro de forma casi circular, de unos tres o cuatro metros de diámetro,
con una especie de poste en el centro, afinado en su base y más ancho arriba,
que me recordaba una copa flotando en el mar, frente a un sitio en la orilla
denominado la Chivera.
Relativamente cerca estaba el “puente de la mina”. Sobre bloques enormes de concreto, emplazados en
tierra y en el mar, descansaban los rieles por donde corría el tren con mineral
ferroso traído desde las minas de Juraguá.
Debió ser una imagen portentosa, ver correr el convoy
ferroviario bien alto sobre la mar, para luego detenerse y volcar el mineral
por unas canales, hasta las embarcaciones que lo llevarían al extranjero. Aún
por el reparto de Altamira quedan vestigios de los muros y de los hierros. Hasta no hace
tantos años, los pilares dentro del mar que aún soportan el paso de los años, servían de trampolín a intrépidos
bañistas.
La única vez que he visto en su entorno natural a una manta raya fue desde la Piedra de los
dos compadres. Nadaba lenta y majestuosamente, casi pegada al fondo. Escarbaba
en el lecho con la parte delantera de la cabeza, y levantaba nubecitas de arena
que enseguida volvía a reposar.

Dicen que temerosos lancheros al cruzar por allí,
apresuraban la marcha de sus embarcaciones. Por el contrario, nosotros íbamos a
la Piedra y en ocasiones desembarcábamos en esta, le encaramábamos la proa del
“Pichi”, bote de 21 pies de largo, y descansábamos en la plataforma pétrea. No
faltó oportunidad, en que el supuesto escenario del duelo mortal nos sirvió
para montar la diminuta cocina de luzbrillante (keroseno)
y en minutos disfrutábamos de un soberbio té de jaiba, que es una especie de cangrejo, capaz de resucitar hasta
a los compadres muertos.
Pasaron los años y volví al sitio. El poste finalmente había
cedido ante la erosión del mar o la mano depredadora del hombre. Estaba tumbado
sobre “el plato”. Al tiempo regresé. Ya el mástil no estaba sobre el plato,
pero se divisaba en el fondo del mar, al lado de lo que aún quedaba emergido.
Luego todo desapareció de la vista, a lo mejor por las corrientes marinas o
alguna faena de dragado… Quizás
descansen copa y plato en el fondo del mar, pero lo cierto es que se perdió un
emblema cultural de la bahía de Santiago de Cuba. Aunque perdura la
leyenda.
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